domingo, 23 de mayo de 2010

Metro de París



Tengo una gran colección de recuerdos del viaje a París de estas últimas vacaciones.
Antes de ir me solía sorprender a mí misma tratando de imaginar si aquel paraíso artístico, aquella ciudad cuya luz y cuyos barrios habían logrado impregnar de intuición y creatividad la mente de tantos pintores, escritores y cineastas, sería realmente el lugar idílico que tantos han querido hacernos creer.
No sería la primera vez que la manipulación de una cámara de cine o la habilidad de un novelista al jugar con las palabras logran construir castillos en el aire para, finalmente, experimentar el agrio momento de la decepción.
Como cabe esperar, no ocurrió así en mi caso. Podría hablar durante horas de la belleza de la ciudad, ese extraño encanto que te embarga durante todo el viaje y que al llegar a tu lugar de origen te es imposible explicar, la sensación de que cada diminuto rincón de París carga con una larga historia a sus espaldas…
Pero no será necesario. Si ya lo has visitado todo esto no te causará una gran sorpresa, y en el caso contrario… bueno, hay que estar allí para entenderlo.
Pero sin embargo, sí que me gustaría reflexionar sobre algo que nos ocurrió a mi amiga y a mí en el metro de dicha ciudad, cuando ya se acercaba la noche. El vagón sólo estaba ocupado por nosotras dos y otro chico que debía tener unos… ¿veinte? ¿veinticinco años a lo sumo? En fin, los detalles no son importantes.
El caso es que nos encontrábamos tranquilos, en silencio, con el cansancio que supone haber pasado el día entero recorriendo París de arriba abajo. Aún faltaban bastantes paradas para que llegásemos a nuestro destino cuando un cuarto viajero se unió a nosotros, aunque debo decir que su aspecto no era nada tranquilizador. Básicamente se apreciaba que, para que nos entendamos, el hombre iba hasta el culo de mierda, así que se dedicó a molestar al pobre chico que teníamos sentado justo delante de nosotras. Balbuceaba un montón de palabras en francés que yo no alcanzaba a entender, pero que a mi amiga le bastaron para confirmar que, efectivamente, iba hasta el culo de mierda.
El muchacho le aguantaba como podía con expresión impasible. Si acaso de vez en cuando se permitía poner los ojos en blanco en señal de impaciencia. A nosotras la situación se nos antojaba incluso divertida a ratos, porque lo cierto es que aunque no entendieras lo que decía, era bastante cómico verle intentando llamar la atención del chico utilizando todos los recursos posibles.
Hasta que se cansó de él y fue a por nosotras, entonces se podría decir que el grado de diversión disminuyó a cero. Pero en fin, al menos podíamos comentar la situación hablando entre nosotras en español (total, estaba el amigo como para entendernos aunque hubiéramos chapurreado francés…).
La tensión empezó a hacerse patente cuando nos dimos cuenta de que sólo nos faltaban dos paradas para llegar al hotel, y que si el individuo en cuestión no se bajaba en la siguiente… en fin, igual nos veíamos en la situación de tener que aguantarle siguiéndonos en plena noche.
Y no éramos las únicas que lo pensábamos, porque bastaba con echar un vistazo al rostro de nuestro compañero de agonía para darnos cuenta de que estaba realmente acojonado. Lo único que pudimos hacer fue pedir a todos nuestros antepasados que por favor el hombrecillo se bajase ya.
En esta parada, ahora. Sí, sí, ahora que el metro está abriendo las puertas… ¡SAL, COÑO!
Y salió. Y cuando no podíamos creer que hubiéramos tenido la suerte de librarnos por fin de él, justo a una parada de nuestro destino, nuestros ojos se cruzaron con los del chico que nos había acompañado durante todo el trayecto.
Su reacción aún me hace sonreír. Exhaló un laaargo suspiro y, echando la cabeza hacia atrás, estalló en una enorme carcajada. Pero no una carcajada cualquiera, no. Yo la bautizaría como la carcajada de las carcajadas. Y mi amiga y yo no íbamos a ser menos, así que también caímos en un estado de risa histérica, de esas en las que o bien me da por soltar miles de grititos de “jijiji” o la carcajada es tal que parece una risa malévola. Fue la segunda opción.
Y permanecimos así un buen rato, riéndonos, liberándonos de la tensión y dirigiéndonos miradas de alivio y complicidad. La sensación que me embargó en ese momento es difícil de explicar. Amarga y feliz a la vez, vaya. Porque me di cuenta de que ese simple momento, tan peliculero y sencillo, nos había unido a aquel desconocido que ni siquiera hablaba nuestro idioma de una manera que muchos de los que se encuentran conmigo día a día no llegarían a tener jamás. Llámalo conexión, sintonización, familiaridad…
Es un hecho, existen personas a las que vemos a todas horas que no llegarán a captarnos nunca. Y sin embargo, al estar lejos de casa, en un vagón de metro perdido por vete a saber qué parte de París, se había logrado tener una sensación de comodidad y cercanía que echábamos de menos.
Curiosamente, el chico se bajó en la misma parada que nosotras y se despidió con una deslumbrante sonrisa y un “Buenas tardes” empapado de ese acento francés que tanto me gusta. Obviamente no volvimos a saber de él, era evidente. Pero las dos volvimos al hotel con una curiosa sensación en el cuerpo y, aún riéndonos, comentando lo ocurrido concluyendo con algo parecido a “todos locos”.
Y además, por mi parte, también me pregunté si acababa de presenciar un verdadero acto de comunicación interpersonal. De esos que no se explican en clase, pero que resumen toda la teoría.

sábado, 1 de mayo de 2010

Un mar de lágrimas


"Resbaló y se encontró con que había caído en un sitio repleto de agua salada que le llegaba hasta más arriba del cuello. Al pronto se le antojó que se había caído al mar [...] Sin embargo, pronto se dio cuenta de que donde había caído era en la balsa de lágrimas que había formado al llorar cuando medía dos metros y setenta y cinco centímetros.

-¡Ojalá no hubiera llorado tanto!-dijo Alicia, probando a nadar para encontrar el suelo seco-. Supongo que mi castigo será ahogarme en mi propio llanto."


Porque del libro original de Lewis Carrol se puede sacar mucho más jugo que de cualquier adaptación.
Además, ¿quién no ha tenido momentos de conformarse con nadar en su propio llanto antes que intentar salir a flote?

Y a los demás, ¡que les corten la cabeza!