jueves, 18 de febrero de 2010

Me gusta...



Me gusta cerrar los ojos y pararme a pensar en lo que me gusta.
Reír a carcajadas hasta que me duele la tripa. Los momentos de silencio ante otra persona en los que la palabra “incomodidad” carece de significado. Caminar entre campos de fresas de la mano de Los Beatles al son de Strawberry Fields Forever.
Odio que me interrumpan cuando hablo, los guisantes que se ocultan en el arroz y el tic tac del reloj en mitad de la noche. Detesto estudiar francés, pero adoro la pronunciación de los parisinos. Y me encanta darme la vuelta en mitad de una película y observar los gestos y reacciones del resto de espectadores, y el cine independiente con diálogos entre desconocidos que probablemente nunca llegaremos a mantener en la vida real.
Explotar burbujas de jabón en mitad de cualquier calle mientras la gente me toma por loca. Y que llueva de forma torrencial, pero que el agua no se mezcle con la tierra manchándome de barro. Me encanta leer en esos días de lluvia, pero no me gustan las novelas policíacas en las que intentan engañarte y confundirte para que, finalmente, el desenlace acabe siendo “eso tan obvio que se te escapó desde el principio” y de repente te sientas tonta.
Adoro los momentos previos a una función de teatro musical en los que cinco minutos se convierten en una eternidad, y de pronto una eternidad pasa ante tus ojos a una velocidad alarmante.
Me gusta lo raro. Me gusta el mundo de Tim Burton y su Eduardo Manostijeras, pero no su planeta lleno de simios. Tampoco las personas que parecen simios porque hablan mucho pero no dicen nada.
Me encanta la gente que arruga la nariz cuando se desconcierta, o que abre mucho los ojos cuando algo le sorprende. Y la espontaneidad, como la que tiene Audrey Hepburn desayunando con diamantes mientras juguetea con sus perlas. Pero no me gustan las perlas.
Me entristece pensar a dónde irán los sueños cuando no los conseguimos, porque a algún sitio tienen que ir. Y adoro la sensación de fundirse en un abrazo tras haber estado horas llorando. Me gusta esperar ese tipo de momentos, pero odio permanecer –como diría Extremoduro- siempre en estado de espera.

lunes, 1 de febrero de 2010

Entre cafés



Perfil de una gran ciudad.
Captamos esta imagen desde las alturas. Podemos verlo todo, pero no tenemos ni voz ni voto para participar en lo que retienen nuestras retinas.
La ciudad está repleta de luces intensas que parecen cobrar vida propia, sombras que incluso se nos asemejan fantasmales. Como un gran espectáculo donde cada pequeña calle, cada edificio y cada solitario café tienen su propio papel adjudicado y se limitan a representarlo.
Y a uno de esos solitarios cafés nos dirigimos. Descendemos en picado, atravesamos el tumulto de personas que vienen y van fugazmente a través de la noche, realizamos un par de zigzag entre las relucientes calles que lucen con orgullo sus escaparates navideños y nos adentramos en el lugar que buscábamos.
Cuando abrimos la puerta, la mayoría de la gente no puede evitar sobrecogerse a causa del viento que se cuela con nosotros. Mueven su cabeza negativamente en ademán de resignación y se estrechan un poco más la bufanda alrededor del cuello. El aire está cargado de un delicioso aroma a bollos recién hechos, a tarta de manzana y a dulce. La iluminación también ayuda a hacer de la escena algo cálido y agradable.
Pero un elemento no va acorde con el plácido ambiente que se ha formado ahí dentro.
Ignoramos a la gente que, una vez cerrada la puerta, vuelve a entrar en calor y resoplan con placer, para centrarnos en la figura de una muchacha. La chica solitaria del café solitario.
Tiene un aspecto corriente y va vestida de forma corriente. El camarero se acerca a ella con una taza de café que ni siquiera ha pedido, pero basta con que éste le murmure con afecto un ¿Lo de siempre? para que nos percatemos de que no es la primera vez que se sienta allí. Pero lo que más sorprende es su temple serio.
Triste, pero decidido. Agotado, pero dispuesto a esperar.
Aunque aquí dentro hace calor, sus dientes no paran de rechinar de frío, o tal vez sea el simple nerviosismo. Mientras la luz del lugar es cada vez más débil y el frío de fuera cada vez más intenso, la chica solitaria espera aún veinte minutos más antes de levantarse. Sus labios sólo pueden emitir cuatro palabras sin sonido cuando llega el momento de abandonar la mesa: Hoy tampoco ha venido.
Y nosotros ya no hacemos nada allí. Volvemos a ascender y a posar la vista sobre la gran ciudad sin nombre, a la búsqueda de otro café solitario que acoja en su interior a otra chica solitaria.