jueves, 29 de julio de 2010

Hasta el infinito... y más allá



Como tantas otras personas de mi generación, hace quince años descubrimos una película que nos llegó al corazón. 

Sin duda era extraña, porque dentro del género de la animación creo que lo más realista que habíamos llegado a ver por esos tiempos era la estampida que se cargó a Mufasa en el El Rey León... y de pronto nos encontramos con Toy Story, una peli que nos presenta a una oleada de juguetes que bien podrían ser comparados con cualquiera de los guardados en nuestra habitación debido a su increíble realismo, tanto en apariencia como en carisma. Pixar acababa de entrar en el mercado con una carta de presentación insuperable.

Escenas como la de Buzz Lightyear descubriendo que es simplemente un juguete (recordemos que el pobre hombre todavía estaba convencido de ser un guardián espacial de verdad) y, poco después, intentando volar consiguiendo como resultado precipitarse contra el suelo y perder uno de sus brazos debido al golpe, todavía me conmueven de una forma especial. Porque en esta película enseñaban que, aunque volar no siempre sea posible, siempre puedes aprender a "caer con estilo" como sucede al final. Y eso, sin lugar a dudas, era algo muy poco común en cine para niños.

Un par de años más tarde, los señores de Pixar volvieron a lucirse con una segunda parte cuya calidad no tenía nada que envidiar a la anterior y en la que se hacía hincapié en algo que ya se asumía como inevitable: que Andy, el niño protagonista, acabaría por crecer. Y con ello, el destino de sus sufridos juguetes cada vez se vislumbraba más negro (más o menos como el de la oscuridad de un desván).
No quería desvelar nada de esta tercera parte que supone un cierre de oro para una trilogía que a muchos nos ha marcado desde pequeños. Pero curiosamente, lo que más me ha gustado del film ha sido un gesto de Andy en la escena final que necesito describir para continuar con la entrada (así que si no la has visto y quieres hacerlo, FUERA del siguiente párrafo, porque te lo destripo).

Nos encontramos con Bonnie, la niña que aparece hacia la mitad de la peli y a la cual Andy decide regalar sus viejos juguetes. Sólo había rescatado uno de ellos para llevárselo consigo a la universidad, tal vez como reflejo de esa infancia de la que, a la hora de la verdad, la mayoría no quiere desprenderse. Como es lógico, se trata de Woody, y cuando Bonnie intenta cogerlo la reacción de Andy define toda la esencia de las tres películas y lo que todos sentimos en nuestro interior: lo aparta de la niña. 
En un primer instinto natural, no quiere desprenderse de ese entrañable vaquero que tanto le ha hecho disfrutar (aunque finalmente acabe por entregárselo entre los sollozos de varios espectadores, servidora incluida).

No sé vosotros, pero para mí ese tipo de detalles marcan la diferencia entre algo mediocre y brillante. Un final que podría haberse decidido por mil y una soluciones y que, gracias a un gesto en apariencia insignificante, escoge la más adecuada. La única. 

Gracias, Pixar.